miércoles, 23 de abril de 2008

100 días de más de lo mismo

Guatemala, 24 de Abril del 2008

En 100 días han sabido darle muerte a la esperanza

Hoy por hoy, el país se encuentra sumergido en una aguda y peligrosa crisis que desborda, por mucho, el ámbito de lo solamente económico y afecta, de manera dramática, las condiciones sociales en medio de las cuales de desarrolla la vida cotidiana de cada ciudadano y ciudadana, así como la misma estabilidad política, aproximándose ya a un punto cercano a la ingobernabilidad.

Esta crisis, en cada una de sus múltiples causas y efectos, es hija directa del sistema imperante. Su padre es el capitalismo salvaje y su madre es la codicia desmedida de unos pocos. El modelo de sociedad que se promueve tanto desde el Estado, como desde los sectores minoritarios que detentan el poder, sigue marcado por el sello de la exclusión de amplias mayorías al disfrute de los bienes y servicios sociales. Guatemala sigue siendo, como desde hace algunos años lo definen los Obispos Católicos, una sociedad que genera “ricos cada vez más ricos, a costa de pobres cada vez más pobres”.

Por otra parte, los sectores que dentro del país controlan hegemónicamente el poder, es decir, que controlan para su exclusivo beneficio la economía, las armas, los instrumentos de poder ideológico y al aparato burocrático estatal, han devenido en meros cipayos de la voluntad imperial, y se someten mansamente ante cada una de las imposiciones que emanan desde el Gobierno estadounidense y desde las grandes corporaciones transnacionales, las cuales les permiten recoger del suelo las migajas que les sobran del despojo y de la rapiña. La ratificación del TLC, del Plan Maya-Jaguar, la vigencia del Plan Puebla Panamá, así como la entrega abyecta de las riquezas nacionales a manos extranjeras son las muestras más evidentes de cómo la soberanía y el interés nacional han sido cedidas ante la codicia desmedida de voluntades foráneas, en detrimento del derecho del pueblo guatemalteco a una vida justa, digna y humana.

El modelo neoliberal imperante, inherente al sistema, ha mostrado ser absolutamente ineficiente y generador de tales injusticias que cada día son más los ciudadanos y ciudadanas que lo cuestionan, con sólidos argumentos extraídos desde sus propias y angustiantes vivencias. La realidad misma, entonces, se está convirtiendo en fuente generadora de una nueva pero aún embrionaria conciencia de cambio en el seno de nuestro pueblo.

El pasado 14 de Enero en el país hubo cambio de Gobierno, pero es evidente que no hubo, sin embargo, cambio de poderes. Independientemente de quién gobierne, en el país siguen mandando los mismos de siempre, sin que nada ni nadie los haga ceder ni una migaja en el disfrute de sus enormes privilegios. El sistema dominante sigue siendo el mismo, con los mismos actores y con idénticos efectos.

Las alzas constantes en el costo de la vida, la privatización progresiva de los servicios públicos, la violación creciente de los derechos laborales, la criminalización de las luchas sociales, el progresivo retorno de la represión, la sumisión de la soberanía nacional ante la voracidad de las transnacionales, el incremento en los niveles de violencia e inseguridad, la carencia de acceso a la tierra y a la vivienda digna, la entrega de los recursos naturales y la desprotección del medio ambiente, el aumento en los índices de desnutrición crónica, la subida en los precios de la energía, la ausencia de servicios básicos urbanos y rurales, etc., son algunos de los efectos más visibles derivados del sistema. La población no sólo los percibe sino que, peor aún, los padece y, por lo tanto, comienza a cuestionar esos efectos y a sentirse a disgusto, sin llegar aún a plantearse, en profundidad, cuáles son las causas generadoras de los mismos.

El hambre, con todos sus dolorosos efectos, se ha convertido ya en compañera cotidiana de la mayoría de las familias que forman parte de los sectores populares, al punto de que las frías estadísticas indican que ¡un 49.3% de la infancia padece de desnutrición crónica!, cifra que coloca a Guatemala como el país con mayor desnutrición en todo el Continente Americano. Andrés Botrán, cuando fungía como Secretario de Seguridad Alimentaria, de manera oficial agregó que, dados los índices de desnutrición imperantes, en Guatemala por lo menos 30 de cada 100 niños y niñas padecen de algún nivel de retardo mental. Esas solas cifras, en sí mismas, claman a gritos por la urgente necesidad de cambios estructurales.

La crisis en el agro no sólo no tiende a encontrar soluciones sino que, por el contrario, más bien se agudiza, sobre todo debido a las implicaciones derivadas del proyecto de desarrollo rural propio de los sectores poderosos, que apunta hacia la aún mayor concentración de la tierra en pocas manos, a efectos de ampliar la capacidad de producción de bienes exportables, particularmente etanol. Es decir, que en el país de la desnutrición la idea de los ricos es que la tierra se destine a producir bio-combustibles para llenar tanques de vehículos en otros países, en vez de producir alimentos para llenar los estómagos vacíos de nuestros niños y niñas. Sólo el Ingenio Palo Gordo exporta ya más de 20 mil barriles diarios de etanol.

La nula oferta de empleo que genera el sistema prevaleciente ha provocado que hoy, en el país, el primer rubro de exportación sea su gente, nuestro pueblo. Es tanta la población que, por razones de sobrevivencia económica, se ve forzada a irse al exilio a buscar trabajo, que ya la remesa familiar sobrepasa los US$ 11 millones al día, convirtiéndose así en el inesperado factor que genera estabilización y contribuye a evitar el desencadenamiento de un anárquico estallido social, de consecuencias impredecibles. Los y las migrantes conforman un inmenso ejército de compatriotas expatriados de nuestro propio suelo, quienes son perseguidos, encarcelados, acosados, explotados y expulsados sobre todo en Estados Unidos, y quienes, a pesar de ello, son hoy la principal fuente generadora de divisas. Más de 6 mil guatemaltecos y guatemaltecas han sido deportados de Estados Unidos sólo en los tres primeros meses del año, sin que el Estado diga ni media palabra al respecto para defender sus derechos. Y, peor aún, desde el Estado se le ha dado rienda suelta a la banca privada para que cobre lo que le venga en gana por el manejo de las transferencias que conforman la remesa familiar.

El incremento constante en los niveles de violencia pone al descubierto la incapacidad de las autoridades estatales para hacerle frente al creciente poder del crimen organizado, que ha penetrado ya las estructuras del propio Estado a sus más altos niveles. Diputados narcotraficantes, alcaldes vinculados a bandas criminales, ministros llevados a la cárcel por ladrones, incluso dos expresidentes se encuentran prófugos de la justicia. El actual Gobierno empleó, como una de sus consignas de campaña electoral que, “la violencia se combate con inteligencia”. Ya va siendo hora de que den por lo menos una mínima muestra de tenerla porque, hasta el momento, esa anunciada inteligencia ha brillado por su ausencia.

En el campo energético, estratégico en la vida de cualquier país, Guatemala también pasa por una situación alarmante. Todo parece indicar que el Estado se apresta, de manera casi secreta, a privatizar la producción de energía eléctrica, con lo cual completaría el desastre iniciado por el Gobierno de Arzú, que privatizó inicialmente la distribución de la electricidad, entregándosela a la empresa extranjera Unión Fenosa. Esta misma empresa española, a pesar de la pésima administración en la prestación de sus servicios actuales, podría convertirse además en la principal productora de energía, con el agravante de que la generaría a partir de carbón, es decir, a partir de la peor y más dañina forma de producir energía eléctrica. Guatemala requiere energía, pero esta debe producirse en respeto a nuestra soberanía y en respeto irrestricto, además, a los derechos del pueblo.

Por otra parte, las modificaciones que introdujo el actual Gobierno a la Tarifa Social al reducir su cobertura de 300 a 100 kwh producen, como efecto inmediato, que alrededor de 402 millones de quetzales del subsidio que se ahorra el Estado, sean absorbidos directamente desde el precario bolsillo de poco más de 600 mil familias, sobre cuyos hombros recae un implacable aumento en sus facturas mensuales. Si asumimos que en el país la familia promedio es de 5 miembros, entonces podemos deducir que este incremento tarifario afecta a más de 3 millones de guatemaltecos y guatemaltecas. ¡La cuarta parte de la población nacional!

Como otro hecho relevante, destaca el asesinato del dirigente campesino Mario Caal el pasado 15 de Marzo a manos de fuerzas combinadas del Ejército y de la Policía Nacional Civil. Este es un hecho que no puede ni debe quedar sepultado en el olvido. Se trata, según lo evidencian las investigaciones realizadas por la Procuraduría de los Derechos Humanos y por el Instituto Nacional de Ciencias Forenses, de una indiscutible ejecución extrajudicial. Sin embargo, el Ministerio Público ha hecho todo lo posible por excusar a los autores materiales e intelectuales y, con ello, salvaguardar el manto de impunidad que ampara toda suerte de atropellos y vejámenes en contra del pueblo.

La propuesta formal planteada por el Gobierno para que en el país el salario mínimo sea definido por las Municipalidades, a la cual el propio Álvaro Colom denomina pomposamente “salario diferencial”, no pasa de ser otra cosa más que un mecanismo para que en todo Guatemala se rebaje el salario mínimo, hoy establecido en alrededor de Q47, a pesar de que es bien sabido que los costos de la canasta básica lo duplican. El Presidente de la República, en declaraciones públicas, plantea que “si una Municipalidad lo fija en, por ejemplo, Q30, se le llena de maquilas”. La intención explícita de bajar el salario mínimo para el trabajo agrícola y el no agrícola en el país se basta para desnudar a quiénes favorece este Gobierno con sus políticas públicas.

Hay que señalar que el nuevo Gobierno llegó al poder acompañado de enormes expectativas por parte de los sectores populares. Es muchísima la población que, de manera errónea, incluso lo ubica como un Gobierno de izquierda, a partir del falso discurso con el que sus principales figuras pretenden presentarse ante el país y ante el mundo como de ideología social-demócrata.

Ese falaz discurso cae hecho añicos a partir de lo que demuestran los propios hechos consumados por las nuevas autoridades:

(i) el gabinete de Gobierno fue designado, casi ministro a ministro, por el propio CACIF. Varios de los Ministros y altos funcionarios que lo conforman han dado declaraciones públicas en las que afirman no comulgar con el pensamiento social-demócrata ni ser miembros siquiera de la UNE.

(ii) El Gobierno da continuidad e incluso profundiza las políticas neoliberales y antipopulares precedentes en cada uno de los principales campos de la vida nacional, limitándose a la adopción de unas cuantas medidas cosméticas, que no varían la forma ni el fondo, pero que se encarga de cacarear con bombos y platillos con el propósito de ganar imagen ante la opinión pública nacional e internacional.

(iii) Ha aplicado la represión como práctica para enfrentar el descontento popular. No le ha temblado el pulso ni siquiera para llenarse sus manos con sangre del pueblo cuando ha tenido que defender los intereses de los poderosos. Ha procurado hacer del terrorismo de Estado un instrumento de desmovilización social, como ha ocurrido en Livingston y en San Juan Sacatepéquez.

(iv) Mantiene un profundo divorcio entre un discurso populista que todo promete y una práctica neoliberal que nada concede, como si todavía estuviera sumergido en plena campaña electoral. Esta ambigüedad al principio resultaba generadora de confusión en el seno de la conciencia popular, pero progresivamente se le va interpretando como lo que es: la clara evidencia de una franca hipocresía.

(v) Sus principales figuras han contribuido a dar declaraciones irresponsables con las cuales se criminalizan las luchas sociales, llamándole “terroristas” a los dirigentes de las organizaciones populares.

(vi) Las múltiples promesas de campaña, formuladas con el único propósito de captar votos, no sólo no se cumplen, sino que el pueblo mismo es testigo de cómo las políticas de Gobierno avanzan en dirección contraria a las mismas. Dentro de éstas destaca la afirmación de que éste sería un “Gobierno con rostro Maya y con olor a tamal”, que al final ha quedado convertida en una tomadura más de pelo a la identidad, derechos e intereses de los pueblos indígenas.

(vii) El CACIF le dice al Gobierno qué puede hacer y qué no, reservándose el rol de poder detrás del trono. Así ocurrió, claramente, cuando la Presidencia de la República anunció la adopción de un conjunto de medidas para paliar la crisis. Ante ese anuncio, el CACIF llamó a cuentas al Gobierno y le dictó los límites de lo que podrían aceptar. Álvaro Colom mansa y obedientemente aceptó seguir los mandatos que le dictaban las Cámaras. Cuando miles de campesinos marchan hasta la Capital, ni siquiera se digna a recibirlos, pero si lo llaman los poderosos del CACIF, sale corriendo a donde quiera que lo convoquen, a la hora que sea y les rinde absoluta sumisión.

En consecuencia, las altas expectativas iniciales comienzan ya a desmoronarse y a traducirse en desamores y crecientes descontentos. Ese descontento popular, en ausencia de claridad política respecto a las causas generadoras de la crisis, puede conducir hacia estallidos sociales ausentes de dirección, de los cuales los grandes ganadores podrían resultar siendo los enemigos de clase del propio pueblo. Las derechas del país cuentan con habilidad y con experiencia en el ejercicio del poder suficientes para capitalizar en su exclusivo provecho una ola de anarquía heredada de la inconformidad. Ellas mismas podrían estar interesadas en generar un caos cada vez mayor, en provocar un nivel tal de ingobernabilidad que les permita romper el orden constitucional vigente para, desde esa ruptura, parir una nueva concepción del Estado, cortado a gusto de sus intereses, de sus codicias y de sus ambiciones sin límites.

Han pasado ya, pues, los famosos 100 días de tregua que pidió este Gobierno. Salvo contadas excepciones, todas las políticas y acciones adoptadas no pasan de ser más que una mera continuidad de lo que ya venía dándose, es decir, han sido 100 días de más de lo mismo. El sistema imperante, como tal, simplemente no se ha modificado un ápice.

Quizás, en honor a la justicia, hay que señalar como positivas tres acciones gubernamentales: la gratuidad de los servicios de salud, al prohibirse los cobros ilegales que hacían los Patronatos, la firma del Pacto Colectivo con el magisterio nacional y el anuncio de que se presupuestarán los maestros y maestras que estaban bajo contrato. Sin embargo, estas medidas son el producto, en primer lugar, de las luchas emprendidas por el gremio de los trabajadores salubristas y por el propio magisterio. Y falta, aún, que las cumplan. Por lo pronto, son poco más que promesas.

La tregua solicitada ya venció. El beneficio de la duda que solicitó y le fue otorgado ya no deja la menor duda y genera, tras el análisis de estos primeros 100 días, un amargo sabor de boca, un doloroso deterioro en las condiciones de vida del pueblo, un notorio desencanto con respecto a las expectativas iniciales y una profunda frustración en términos de lo que a futuro pueda esperarse. En sólo 100 días, han sabido darle muerte a la esperanza.

Urge, pues, desnudar al actual Gobierno como lo que es: Un Gobierno claramente de derecha, sumiso ante la voluntad de los poderosos locales, dispuesto a agachar la cabeza ante las imposiciones de las transnacionales y del imperio, que privilegia los intereses de los ricos por encima de los del pueblo y, peor aún, que adopta todas esas prácticas políticas rodeándolas de un discurso farisaico y populista.

Pero no basta con poner en evidencia al actual Gobierno. Más allá que eso, es preciso que el pueblo tome conciencia de que, en la medida en que las derechas, (ya sea la derecha militar, la derecha empresarial o la derecha populista) continúen en el ejercicio del poder, la estructura del sistema seguirá siendo la misma y, en consecuencia, los efectos seguirán siendo también los mismos, sólo que empeorándose cada vez más, siempre en perjuicio de los sectores populares.

La crisis que hoy padecemos empezó a sembrarse en 1954, con el movimiento contrarrevolucionario de Castillo Armas, y es el resultado de más de 5 décadas de gobiernos consecutivos de derecha. El actual Gobierno es culpable de no hacer nada real ni efectivo por cambiar las cosas, por modificar el sistema, pero debe decirse que los componentes de esta crisis son el acumulado de 50 años de pésimos gobiernos de derecha, que responden siempre sólo a favor de los mismos sectores e intereses y que ignoran los planteamientos y los derechos del pueblo.

Entonces es allí, en dotar al pueblo y a sus organizaciones de esa claridad todavía ausente, en donde reside una de las principales tareas que debe abordarse desde las fuerzas que están auténticamente comprometidas con la defensa de los derechos e intereses del pueblo. Construir esa conciencia en el seno del pueblo implica abrir las puertas al proceso revolucionario y, al mismo tiempo, crearle barreras a los planes sediciosos que puedan plantearse en secreto las derechas.

Forjar esa conciencia es una labor urgente para cuya realización no se requieren mayores recursos financieros, no es una tarea que se subordine a la existencia de proyectos, no tiene horarios fijos sino que debe comprenderse y practicarse como un quehacer constante.

Lo único que requiere es que, desde el seno de cada una de las personas que sí son dueñas de esa conciencia, se adopte una actitud de beligerancia revolucionaria. Es el trabajo cotidiano de persona a persona, la labor de hormiga y, además, el predicar con el ejemplo. Estar al lado del pueblo en cada lucha, apoyándolo, contribuyendo a que, desde la lucha misma, se genere cada día en más conciudadanos esa nueva e indispensable conciencia. Debemos, como revolucionarios que somos, marchar al lado del pueblo por sus mismos caminos y llenarnos las botas del mismo polvo con las que se las llena el pueblo.

Desde sus orígenes mismos, por definición el Frente Nacional de Lucha es una propuesta de vocación y convicción revolucionarias. Ello implica que, como cuestión de principios, entendemos que la fuerza motriz de la revolución es el propio pueblo y que, dentro de la misma, el papel que corresponde desempeñar a las legítimas organizaciones populares es, sin duda alguna, relevante. No puede concebirse siquiera una sólida construcción revolucionaria si, en el proceso, no se cuenta con el aporte decidido y dinámico de las organizaciones en las que se aglutinan cada uno de los diferentes sectores populares.

Lo anterior significa que, para impulsar la pronta génesis de la revolución, debemos comprender con claridad el rol que es propio de las organizaciones populares y debemos, asimismo, procurar fortalecerlo con pensamiento y acciones prácticas concretas.

A efectos de estar en capacidad de brindar ese aporte, es indispensable que conozcamos y comprendamos la realidad en medio de la cual, hoy en día, se desarrolla el quehacer de las organizaciones populares no sólo en nuestro país sino, incluso, en otras latitudes que nos son cercanas y desde cuyas propias experiencias debemos extraer lecciones que enriquezcan nuestro propio proceso de construcción revolucionaria.

Es un hecho indiscutible que en épocas recientes, a lo largo y ancho de América Latina, las organizaciones populares han crecido en sus niveles de conciencia y, por ende, en su vocación de acceso al poder popular. Los hechos políticos acaecidos en Brasil, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Uruguay, Chile, Argentina, Paraguay, Nicaragua y, claro Cuba, son claras muestras del cambio que se ha venido gestando en nuestro Continente. América Latina se viste de rojo y son los movimientos generados desde los sectores populares quienes le van dando ese nuevo ropaje.

Prácticamente en todos los casos, los cambios ocurridos han sido posibles a partir de la sólida alianza entre fuerzas sociales y fuerzas político partidarias, construidas sobre la base, entre otros factores, de la voluntad y vocación de poder por parte de las auténticas organizaciones populares existentes en cada uno de esos países.

En Guatemala, apenas se comienzan a dar pasos en esa dirección. En general, luego de la firma de los Acuerdos de Paz las organizaciones populares se han limitado a protagonizar importantes y necesarias luchas de carácter reivindicativo, alrededor de temas esenciales de la vida nacional que inciden de manera directa y negativa sobre las condiciones materiales y espirituales de vida del pueblo, pero sin plantearse la toma del poder como una de sus metas ni verse a sí mismas, entonces, como actoras en la construcción revolucionaria.

Cada una de estas luchas es válida en sí misma y, desde el 2003, pueden identificarse importantes victorias populares. La exitosa lucha contra la Ley de Concesiones, las victorias cosechadas tras numerosas consultas populares, el haber detenido las leyes nacidas desde el Plan Visión de País o la nefasta Ley del Agua, la suscripción de numerosos Pactos Colectivos, el rechazo a la propuesta de Ley del Servicio Civil, son claras muestras de que la capacidad de resistencia popular ha ido creciendo. Pero ello no se traduce, automáticamente, en conciencia política ni en vocación de poder popular. Esas son condiciones que aún están por construirse.

Del 2003 y hasta la fecha, numerosos sectores populares han protagonizado relevantes y victoriosas luchas: El gremio magisterial, las organizaciones que formamos parte del FNL, varias de las más combativas organizaciones campesinas, las comunidades indígenas encabezadas por los 48 Cantones Indígenas de Totonicapán, los sectores progresistas de la Iglesia Católica y de algunas otras profesiones religiosas, las organizaciones comunitarias que se han colocado al frente de las consultas populares y de otras luchas locales, algunas ONGs realmente comprometidas con la base social a la que están llamadas a servir, todos estos actores han demostrado que la capacidad de lucha del pueblo es creciente.

Ante ese repunte en la capacidad de lucha reivindicativa, los sectores de la derecha, actuando codo a codo con las autoridades del nuevo Gobierno, han emprendido una peligrosa campaña mediante la cual se empeñan en crear, en el imaginario social, la falsa idea de que lucha social y terrorismo son sinónimos. Esta campaña debe enmarcarse dentro de las acciones emprendidas por el nuevo Gobierno en sus primeros 100 días.

Haciendo uso de todos los poderosos medios a su alcance, en primer lugar de los grandes medios de prensa escrita, radial y televisiva, buscan sembrar la idea, por ejemplo, de que el movimiento campesino es una pieza del tablero que se mueve a voluntad de los carteles del narcotráfico, y que son los campesinos quienes amenazan el medio ambiente y destruyen los bosques. Afirman, además, que el movimiento sindical es obsoleto, que día con día se debilita y está, incluso, a punto de desaparecer.

Esta campaña, preñada hasta la médula de falsedades, se fundamenta en el principio goebeliano de que “una mentira, repetida hasta el infinito, pasa a ser verdad”. De ahí que insisten un día sí y otro también en difundir sus mentiras. Lo hacen precisamente porque identifican en las organizaciones populares a sus mayores adversarios. Buscan, con esta campaña, reducir el creciente liderazgo que asumen numerosas organizaciones populares. Buscan deslegitimar las conquistas que se van alcanzando mediante la lucha, presentándolas ante la opinión pública bajo el epíteto de “privilegios”. Buscan, en síntesis, limpiar la cancha para que su modelo neoliberal no encuentre obstáculos en su implementación y desarrollo.

Habrá que enfrentar esa campaña negra con sólidas ideas y con hechos consecuentes. Para ello, una de las más urgentes y apremiantes tareas a emprenderse es la de contribuir a que cada ciudadano y ciudadana se quite la venda de los ojos y comprenda qué es lo que está pasando en el país y, sobre todo, por qué es que esas barbaridades están pasando.

La actual crisis, por lo tanto, podemos entenderla como un crisol desde el cual puede emanar una nueva conciencia popular, superior, en la medida en que cada uno de nosotros y nosotras contribuya a gestarla. Por lo demás, desde la perspectiva revolucionaria, esa es la mejor manera de enfrentar esa crisis y convertirla en núcleo generador de las transformaciones que tanto urgen al pueblo y que no deben seguir postergadas.

Hoy, la cantinela que esgrimen a coro tanto los funcionarios de Gobierno como los voceros de los sectores empresariales es que la crisis actual se deriva de factores externos, como el alza internacional en los precios del petróleo o la crisis económica que sufre el pueblo estadounidense. Y sostienen que, ante esos hechos, poco o nada puede hacerse desde el país, razón por la cual lo que aquí corresponde es resignarse pasivamente a soportar los efectos negativos que se generan. “La culpa no es nuestra”, reza su discurso.

Pero saben que mienten. Saben perfectamente que las causas principales de la crisis nacen desde un sistema generador de injusticias en perjuicio de las grandes mayorías, mientras que beneficia sólo a unos pocos. En Guatemala, a millones todo les falta, precisamente porque existe un pequeño grupo al cual todo le sobra. Y ese grupo, pequeño pero poderoso, no quiere, bajo ninguna circunstancia, que las cosas cambien.

Por ello, estos primeros 100 días no han pasado de ser, desde la perspectiva del pueblo, más que otra amarga cucharada de la misma medicina. Y, si por la víspera se saca el día, al parecer se avecinan tiempos aún peores, para los cuales, como pueblo, debemos estar debidamente preparados.

¡La Lucha Sigue!

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